miércoles, 24 de septiembre de 2008

El Hambre.

Era un excelente amante. De manos firmes y besos sensibles. De caricias quizás no tan duraderas, pero de miradas absolutamente profundas. Gentilmente detallista para ocultar la esencia bruta de su naturaleza. De palabras rápidas y sentidos letales.
Nunca hubo de saber si aquél hombre era una figura prehistórica o una imagen de ensueño.

No había conocido a otro hombre como aquel, ni se parecía a ningún otro. De figura alta y esbelta, producto de una especie que no encontró condena ni evolución, solo supo adaptarse a los tiempos.
Silente observador, era como si no perteneciera al mundo de los hombres.

Lo conoció una noche de fiesta gracias a un amigo de los tiempos de universidad. Lo miró con fascinación y desconfianza. Los encuentros no empezaron hasta cierto tiempo después.

Era un excelente amante.

Al comienzo fueron encuentros casuales, furtivos. No se necesitó más que eso.
Presa de satisfacción no hubo de sentir más el hambre que le carcomía las entrañas. El hambre de amor había sido saciada.
Saciada y extasiada.
Rendida ante aquella boca encendida y hambrienta de ella.

Era un excelente amante.

Llegada la satisfacción, esta duraba muy poco.
Cada vez menos.

Primero, hubieron de encontrarse dos o tres veces por semana.
Luego aquellas tres se hicieron muy poco y fueron encuentros diarios.

Mañana y tarde. Mañana y tarde.
Mañana y tarde. Mañana y tarde.

Ella. Ella era exquisita. Y el hambre que no cesaba. Nunca. Esa hambre lo volvía loco.
Y ella, atendía todos sus pedidos.

Mañana y tarde. Mañana y tarde.

Corría a su encuentro. Donde fuera. En la mañana. En la tarde. A mediodía.
Su hambre estaba lejos de ser satisfecha.

Ya no habían días, horas para tanto deseo. Dejó el trabajo. Dejó a sus amigos. Dejó de comer. Dejó de conciliar el sueño pensando en nuevas recetas. Pronto ya no se supo de ella. Se la pasaba encerrada en aquel cuarto todo el día y toda la noche.
Quería saciarlo pero el hambre no cesaba.

Sus caricias ya no abarcaban su cuerpo. Esa sensación de sentirse pequeña entre sus brazos ya era absurda.
Se sentía cada vez más pequeña ante él. Era como si creciera. Ya no podía alimentar sus besos como antes ni otorgarle pedazos de ella para llevar a su boca.

El hambre aumentaba y ella se volvía pequeña, demasiado pequeña ante él que se había vuelto enorme.
Inmanejable.

Fue un día de esos en que al ya no medir más que la palma de su mano, aquel (ahora gordo) amante hubo de dejarla, ya que por su naturaleza golosa de afectos, siempre hubo de preferir los bocados más grandes.